Día de los Derechos Humanos: la libertad de vivir sin miedo

Pensando en cómo crecieron mis padres, contemplo con gran respeto y emoción el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos que pide específicamente el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos vivan en «libertad sin miedo».

Mis padres crecieron con miedo. Fue en la época en la que un régimen totalitario mantuvo a mi país bajo firme control. Un régimen que llegó con promesas cuando la gente necesitaba esperanza. Las generaciones de nuestros mayores, incluso después de la primera guerra mundial, recuerdan cómo se construyeron carreteras y la gente encontró trabajo. Al principio.

Pero el régimen de estos años también venía con una ideología clara. Pronto no quedaron alternativas a esta ideología. Aquellos que diferían en opinión fueron amenazados y muchos encarcelados, y los ataques a intelectuales y académicos eran constantes. En las escuelas y universidades, el pensamiento libre no formaba parte del curriculum.

La pertenencia al partido político gobernante se convirtió en el único camino hacia el éxito y la prosperidad. Se cerraron periódicos y se amenazó a periodistas. Escritores y poetas salieron corriendo hacia el exilio para salvar sus vidas. Los teatros y los productores de películas se quedaron con pocas opciones: seguir las instrucciones oficiales del partido o cerrar el negocio. Muchos de los que decidieron defender sus valores desaparecieron. No existía el derecho de reunión pacífica. El poder judicial ya no tenía independencia; para entonces, se aseguraba simplemente de que el resultado de los fallos judiciales agradara al partido en el poder. Las elecciones se habían vuelto irrelevantes cuando no había más alternativas entre las que elegir. Yo solo pude conocer todo esto gracias al relato de mis padres, testigos presenciales.

Después del fin del gobierno Nazi en medio de la muerte y la destrucción, Alemania Occidental adoptó una constitución democrática que permitió a mis padres ser parte de una nueva generación que había aprendido una amarga lección del pasado. Los habitantes de Alemania Oriental continuaron viviendo con miedo durante una generación más.

Fue en esos días que nació la Declaración Universal de Derechos Humanos, el fruto de una lección colectiva y de una colaboración de mujeres y hombres de muchos países. El 10 de diciembre de 1948, durante su tercer período de sesiones, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración como Resolución 217. De sus entonces 58 miembros, 48 votaron a favor. Nicaragua se encontraba entre esas 48 naciones visionarias que juntas sentaron las bases para un paso sin precedentes en la historia de los derechos humanos y civiles.

El texto de la Declaración había sido redactado por representantes con diferentes antecedentes jurídicos y culturales de todas las regiones del mundo, como un estándar común de logros para todos los pueblos y todas las naciones. Estableció, por primera vez, la protección universal de los derechos humanos fundamentales que fueron traducidos a más de 500 idiomas. Esta Declaración allanó el camino para la adopción de más de setenta tratados de derechos humanos, que hoy se aplican de manera permanente a nivel mundial y regional (todos contienen referencias a ella en sus preámbulos).

La Declaración detalla en sus 30 artículos los «derechos básicos y libertades fundamentales» de una persona, afirmando su carácter universal como inherente, inalienable y aplicable a todos los seres humanos. Adoptada como un «estándar común de logros para todos los pueblos y todas las naciones», la Declaración Universal de Derechos Humanos compromete a las naciones a reconocer que todos los seres humanos «nacen libres e iguales en dignidad y derechos», independientemente de su «nacionalidad, lugar de residencia, género, etnia, origen, color, religión, idioma o cualquier otra condición».

La Declaración se considera un «documento histórico» porque su lenguaje es universalista y no hace referencia a una cultura, sistema político o religión en particular.

Crecí cuando la Declaración Universal de Derechos Humanos ya se había convertido en parte de lo que las naciones democráticas creen y han adoptado como ley. Creo que les debemos mucho a los padres fundadores de la Declaración de 1948, ya que su visión permitió que las generaciones crecieran con sus derechos humanos claramente establecidos y aplicados.

Sin embargo, no podemos descansar. La Declaración Universal de Derechos Humanos no puede darse por sentada. Todas las naciones que hayan aceptado el texto deben estar a la altura de su compromiso con los artículos universales de la Declaración.

Pensando en cómo crecieron mis padres, contemplo con gran respeto y emoción el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos que pide específicamente el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos vivan en «libertad sin miedo».

O deberíamos simplemente referirnos a Dag Hammarskjöld, el segundo secretario general de la ONU, quien lo expresó así: “Podría decirse que liberarse del miedo resume toda la filosofía de los derechos humanos”.

Bettina Muscheidt

Embajadora de la Unión Europea en Nicaragua

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